Etapa 26. Amazonas y norte de Brasil

12 septiembre – 9 de octubre

El norte de Brasil está muy lejos de los tópicos que uno siempre relaciona con este país, donde (eso sí es cierto) la camiseta es una prenda opcional. Esta zona, la más pobre del país y también la menos turística, mezcla selva tropical en torno al Amazonas con paisajes marcianos casi desérticos y playas kilométricas. Sus gentes, cálidas y acogedoras, viven en cobertizos de madera junto al río, en pequeñas chabolas de adobe y ladrillo en mitad de las dunas o en casitas de un solo piso, ya sea en una ciudad o en un pueblo perdido en la nada. En cualquiera de los casos, pueden no tener cristales pero pocas veces les falta una enorme parabólica…

GUAJARÁ-MIRIM
Al igual que el nombre del pueblo, el panorama cambió poco al cruzar el río Mamoré y pasar de Guayaramirín (Bolivia) a Guajará-Mirim (Brasil). Similares edificios coloniales (quizás algo mejor cuidados) y la misma calma chicha para los trámites. Pero había una gran diferencia: no entendíamos nada de nada. Tras meses pudiendo expresarnos en nuestro idioma, tocaba volver a los gestos, poner cara de desconcierto e inventar el portuñol, que es lo que nosotros hablamos (por decir algo). Guajará-Mirim fue ciudad de paso y pequeños lujos, nos sirvió para dormir en cama tras el campamento de las pampas, con duchita caliente incluida. Al día siguiente cogimos un autobús (con baño y cinturones de seguridad, ¡increíble!) hasta Porto Velho, otra ciudad intermedia en nuestra ruta hacia el Amazonas.

PORTO VELHO
Al igual que en Guajará, sólo pasamos una noche en esta ciudad asomada al río Madeira. De hecho, esa vía de agua es la única manera (junto al avión) de seguir el camino hacia el norte. No sabíamos cuándo saldría el siguiente barco, así que fuimos al puerto por la mañana a investigar y resultó que esa misma tarde había uno. Sólo tuvimos que correr al hotel para dejar la habitación, recoger nuestras mochilas y comprar unas hamacas. Ésa es la forma más barata de viajar en estos barcos: cuelgas tu ‘rede’ en la cubierta y duermes ahí. Eso es lo que hicimos, y así empezó nuestro periplo barquero por aguas marrones y hasta negras… Toda una experiencia que ya relatamos en su propio post temático, que lo merecía…

MANAUS
Hicimos una escala de un día en Manaus para cambiar de barco, porque no hay manera de realizar el viaje seguido hasta Santarem. Tuvimos la suerte de que había uno al día siguiente a las 8 de la mañana y ya estaba atracado, así que pudimos dejar las mochilas y nos fuimos a pasar el día por Manaus, que resultó ser una ciudad grande y bastante desastrada. Hay edificios muy bonitos pero que hace tiempo que fueron comidos por las hiedras, y la zona del puerto es industrial, sucia y degradada. Se salva el centro, con el Teatro Amazonas y alguna calle comercial. Hacía calor y era domingo, así que «tudo fechado» como nos explicó un señor y, tras dar unas cuantas vueltas, a las dos de la tarde decidimos volver a nuestro barco donde al menos estaríamos a la sombra… ¡Y descubrimos que se había ido de juerga! ¡Con nuestras cosas y miles de personas de ‘forró’ a la ‘praia’! Mientras esperábamos a que regresase nos dimos al guaraná y, milagrosamente, todo volvió en perfecto estado. Una vez en el barco, pedimos permiso al capitán para dormir allí con la idea de no tener que pagar hotel y, como le pareció bien, nos arrellanamos en nuestras hamacas, dispuestos a pasar la noche y otros dos días largos allí.

ALTER DO CHAO
Tras otra bonita experiencia marinera, el barco nos dejó en Santarem el día 21, pero nosotros queríamos ir a Alter do Chao, un pueblillo cercano. Un colega brasileiro muy divertido que habíamos conocido en el barco nos acompañó todo majete a la parada del bus. Llegamos a Alter, encontramos hostal, desayunamos y nos fuimos al agua derechos. Este pueblo tan curioso, un lugar muy muy agradable y no demasiado turístico, ofrece nada más y nada menos que playas en medio de la selva. El río Tapajós, afluente del Amazonas, forma aquí un remanso amplio que llaman la Lagoa Verde, cerrada por una lengua de arena, la Ilha do Amor, digna del mismísimo Caribe. Estuvimos muy a gusto en Alter, disfrutando de ese mar de agua dulce, comiendo pescado recién asado allí, sobre la misma arena, viendo unas puestas de sol impresionantes y practicando portuñol con los locales. Es el típico lugar del que cuesta marcharse, te gustaría quedarte unos días más y dejarte llevar por la calma… Pero había que continuar y el día 24 otro barco nos esperaba para ir a Belém y llegar por fin a la costa, nuestra compañera para el resto del viaje por el país.

BELÉM
El día 27 de septiembre y con unas cuantas horas de retraso, por fin desembocamos, junto con el Amazonas, en la ciudad de Belém. Se puede decir que es un lugar pintoresco, de cierta belleza decrépita y oscura, invadido por los siniestros urubús (buitres negros) pero con un toque auténtico que lo libra de la vulgaridad. Además, cuando llevas tanto tiempo de barco en barco, se agradece una pensión cutre con cama y un baño de más de 1 metro cuadrado. Así que pasamos un par de días en Belém disfrutando de la tierra firme y lo que ésta nos ofrecía, como el animado mercado de Ver-O-Peso con sus frutas frescas (¡qué mandarinas más deliciosas!) y sus pescados con el típico açaí (un fruto con sabor parecido a la mora y que aquí se toma triturado).

El resto del tiempo se fue en paseos por el puerto y la zona vieja con descansos en las iglesias (que tienen ventiladores) y en la Estaçao das Docas (que tiene aire acondicionado y hasta wifi), cenas en puestos callejeros y visitas a las pocas calles y plazas de la ciudad que conservan parte de su esplendor. En el bus de Alter a Santarem habíamos conocido a Dani, un barcelonés muy majo que acaba de empezar su viaje (y os lo cuenta aquí) y con el que congeniamos enseguida. Los tres compartimos la travesía en barco, que es algo que siempre une mucho 🙂 y también estos dos días en Belém. El día 29, el catalán aventurero se marchó a Marajó (enorme isla-tapón en el delta del Amazonas poblada por búfalos) y nosotros nos subimos a un bus a São Luís.

SÃO LUÍS
Aunque el autobús nocturno que une Belém y São Luís no tiene muy buena fama, nosotros no tuvimos ningún problema. Bueno, el conductor trató de matarnos por congelación, pero sobrevivimos como mala hierba que somos. Cuando recuperamos la movilidad en el cuerpo entumecido y dejamos por fin las mochilas en una ‘pousada’ (que parecía en proceso de demolición), salimos a explorar y descubrimos que São Luís era una ciudad preciosa… y destrozada. Con ese aire lisboeta, si la arreglasen sería una auténtica joya. Su casco antiguo está repleto de edificios alucinantes con las fachadas cubiertas de azulejos, grandes ventanales y pinturas multicolores. Sin embargo, las casas están derruidas por dentro, salen árboles de las ventanas y el tejado, la mitad de los azulejos ha desaparecido, el suelo adoquinado parece un campo de minas y lo único que se ha renovado son las horribles tiendas de ‘tudo a um real’ que pueblan algunas calles.

Aún así, pasear por está ciudad Patrimonio de la Humanidad es un gustazo, porque está vieja y desastrada pero resulta alegre, divertida y bella en su desdentada apariencia. Y tampoco se achanta ante una fiesta, así que por la noche sus calles se llenan de músicos, vendedores (y bebedores) de cócteles preparados al momento en cada esquina y terrazas donde tomarse una cerveza sin prisas. En dos días tuvimos tiempo de conocer ese São Luís y también el otro, el moderno, el de los rascacielos separados de la costa por descampados cubiertos de hierba, el de las playas kilométricas, el kitesurf y los chiringuitos. También decadente y caótico, sin orden ni concierto… pero nuevo y un poco más frío.

BARREIRINHAS
Brasil es así y el día 1 de octubre pasamos del colonialismo al sabor afroecuatorial sin mediar más que cuatro horas de frío polar autobusero. No se puede decir que Barreirinhas tenga nada como pueblo (tampoco es horrible, como habíamos leído por ahí), con sus calles a medio asfaltar, un paseo animado junto al río Preguiças y una enorme duna de arena que sirve de playa fluvial en pleno centro. Pero este último detalle da la clave de lo que nos interesaba de este lugar: es una de las principales puertas de entrada a los Lençóis Maranhenses.

Apenas conocidos, son uno de los paisajes más increíbles del mundo: un desierto en el que llueve y los oasis están garantizados, al menos de junio a septiembre, en forma de lagunas de agua dulce. Un mundo bicolor, azul y blanco, donde se sobrevive descalzo y a remojo. Llegamos hasta allí en un 4×4 que oscilaba peligrosamente en cada curva de arena. Nos llevó hasta el límite del parque y nos adentramos a pie en las dunas, todavía dudando de si aquel paisaje maravilloso sería sólo un espejismo. Sólo lo creímos cuando sentimos la arena-harina entre los dedos y nadamos en sus aguas transparentes. Una de las experiencias más especiales de este viaje. De hecho, nos gustó tanto que al día siguiente decidimos vivirla de nuevo desde otra perspectiva.

ATINS
Calles de arena, casitas de ladrillo y una playa inmensa justo en la desembocadura del Preguiças. Eso es Atins, un pueblito tranquilo que permite ver una cara totalmente distinta de los Lençóis, más salvaje y sin turistas. Llegamos en lancha ‘voadeira’ con un grupo de lugareños y durante los tres días que pasamos allí fuimos los únicos forasteros del pueblo y los únicos huéspedes en la posada que regenta la encantadora Rita, una de esas mujeres resueltas y de risa fácil que nos hizo sentir como en casa. En este pequeño paraíso de calma total devoramos ricos desayunos caseros (Rita nos hacía bizcocho y nos servía sandías recién cogidas de su huerta), nos hicimos habituales del único restaurante del pueblo, nos bañamos en el mar entre redes de pescadores y, como teníamos previsto, caminamos hasta los Lençóis.

Fueron dos largas horas (y otras tantas de vuelta) andando hasta Canto de Atins, pero fuimos recompensados con una visita en solitario a las dunas y un baño en una preciosa ‘lagoa’ de agua cristalina separada de la blanquísima arena por una muralla de árboles. Para recobrar fuerzas antes de regresar, comimos en el Restaurante da Luzia, famoso por sus ‘camarão’, que efectivamente estaban deliciosos.

CANOA QUEBRADA
Así en el post queda muy seguidito y fácil, pero llegar de Atins a Canoa nos exigió todo un sudoku logístico. El día 5 de octubre tuvimos que volver en todoterreno a Barreirinhas, hacer noche allí, coger un 4×4 a primera hora del día siguiente hasta Paulino Neves, seguido de otro a Tutoia, a donde llegamos justo a tiempo para subir a un bus a Parnaíba, donde pasamos unas horas antes de coger otro bus nocturno a Fortaleza, seguido de otro más a Canoa Quebrada a las 8 de la mañana. Casi nada. El caso es que nos instalamos agotados y resultó que en la misma ‘pousada’ estaban alojados Dani (el catalán aventurero de Belém) y Gillem, un amigo que se le ha unido durante unas semanas de viaje. Habíamos ido siguiéndonos durante los últimos días (en Barreirinhas hasta nos cruzamos en jeeps opuestos) y aquí esperábamos volver a encontrarnos.
Lo pasamos muy bien en Canoa, a pesar de que ya no es un reducto hippie sino un destino turístico. Aun así, sigue teniendo una playa imponente donde vuelan los kitesurferos, rodeada de riscos de color rojo, y la temporada baja ayuda a disfrutarla. Y, si en vez de recorrer la artificial calle Broadway optas por una paralela, puedes asomarte a la vida real del pueblo y conocer lugares y personajes tan auténticos como Paulo (el dueño de la pousada, todo un elemento que no conocía la existencia de algo llamado camiseta) o Kika, que hizo café especialmente para nosotros siempre que comimos en su restaurante y nunca nos lo cobró.

Además, dio la casualidad de que aquel fin de semana se celebraba en Canoa un festival de blues, así que hasta tuvimos concierto con caipirinhas en la plaza mayor a cargo de la Tía Carol, una negra genial de San Francisco.
El 9 de octubre, último día en Canoa, lo pasamos decidiendo a dónde ir a continuación. Al final, optamos por avanzar kilómetros hacia la costa este y enlazar buses a Natal y Recife para llegar hasta Olinda que, como ya apunta su nombre, prometía ser una ciudad realmente bonita.

Más fotos de Brasil en nuestro álbum de Flickr, aquí.

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