24 mayo – 7 de junio
Nada más cruzar la frontera de México (antes incluso de pasar la valla), dos macarrillas con pintas que andaban por allá pidiendo dólares a los americanos se nos acercaron hablando en inglés. Contestamos en español de buen rollo, seguimos adelante, nos paramos con un jovenzuelo mexicano que nos contó que su padre era de Ibiza y entonces reaparecieron los dos macarras, vacilando. «¿Ignoran a la gente ustedes o qué?», nos dijo uno con cierta mala leche. «¿Es que no te conocen güeeey?», le contestó su amigo. Nos reímos los cuatro, hablamos de mochileros y acabaron aconsejándonos sobre el mejor sitio para «pedir aventón». Con esta experiencia tan contradictoria como el propio México comenzamos nuestro recorrido por esa Tijuana tan peligrosa de la que todo el mundo habla. Y, cargados con nuestras mochilas, avanzamos hacia el centro de la ciudad, que resultó ser un sitio tranquilo y agradable.
TIJUANA
Organizada en torno a una calle, la Avenida Revolución, Tijuana es una ciudad acostumbrada a los turistas de día, americanos que vienen a beber cerveza a un dólar y visitar los clubes, y la mayoría de negocios se dedican a ellos. Nosotros decidimos hacer dos noches aquí, así que avanzamos en busca de un hotel barato mientras los dueños de puestos y restaurantes nos ofrecían cosas en inglés. Encontrado el alojamiento, pudimos recorrer con calma el centro, la zona más moderna de los museos y los centros comerciales, y comer unos tacos deliciosos en los puestos callejeros. Al día siguiente cogimos un colectivo (el medio de transporte local, camionetas compartidas con destino fijo) hasta Playas de Tijuana, el barrio junto al mar. Un paseo de madera a modo de malecón sigue la línea de la costa, con la arena a un lado y casas de colores llenas de pintadas al otro, y acaba en una valla de alambrada enorme llena de cruces blancas. Es la frontera con Estados Unidos, que se extiende por todo el norte de México y que aquí llega hasta el mismo océano, donde se convierte en vigas de madera que sirven de descanso a las gaviotas. Ellas, las únicas que pueden cruzarla libremente, no tienen que enfrentarse al absurdo de que esa arena y esa agua imposibles de dividir pertenezcan a dos países tan diferentes.
ROSARITO
El día 25 de mayo otro colectivo nos llevó a Rosarito, un pequeño pueblo junto al mar que resultó bastante turístico, con hoteles a pie de playa y precios en dólares (traducido: caros). Buscamos hotelillo, pasamos el día en la inmensa playa, prácticamente solos, y nos alejamos por la avenida principal, Benito Juarez, hasta que encontramos un restaurante familiar donde pudimos probar nuestra primera comida corrida mexicana auténtica: caldo de res, calabazas guisadas con puré de frijoles, arroz, tortillas y agua de mango. Salimos de allí relamiéndonos y tuvimos que rodar como bolitas hasta el hotel.
ENSENADA
La siguiente parada hacia el sur nos dejó en Ensenada, donde estuvimos tres días. Durante ese tiempo deambulamos por sus calles (las más turísticas, pegadas al puerto, y las auténticas, hacia los cerros), tomamos michelada en la cantina más antigua de la ciudad, disfrutamos del triunfo del Barcelona en la Champions comiendo totopos con salsa verde casera, nos asomamos a alguna exposición en el Centro de Cultura, nos hicimos adictos a las deliciosas tostadas de ceviche con aguacate y pisamos todas las piedras de la playa de San Miguel hasta llegar a la zona de arena negra justo cuando subía la marea. El 29 por la noche cogimos un bus a Punta Prieta donde, a las 7 de la mañana, enlazaríamos con un camión local a Bahía de los Ángeles. Claro que ésa era la teoría, la práctica fue un poquito diferente.
ABANDONADOS EN EL DESIERTO
Tras la noche (escasa) en el bus, el conductor nos despertó a las 5.30 de la mañana y nos dijo: «Punta Prieta». Bajamos medio dormidos y, mientras sacábamos las mochilas del maletero, nos dimos cuenta de que allí no había ningún Punta Prieta. Estábamos en medio de la nada, bueno, del desierto para ser más exactos, en un cruce de carreteras. El conductor nos dijo que no había transporte a Bahía, que ése era el mejor sitio (más cercano que el pueblo de Punta Prieta) para ir de raite (a dedo, vaya) con algún coche. «Pasan muchos», nos soltó y se largó tan ancho. Cuando se fue el autobús, mientras veíamos amanecer con los cáctus enormes alrededor, un desguace con coches oxidados y perros que nos ladraban y la carretera desierta a juego con el paisaje, por un momento nos sentimos en un libro de Stephen King. Cruzamos junto al cartel de «Bahía de los Ángeles 66 km» y allí nos dispusimos a estar unas horas hasta que alguien pasase por aquel lugar de mala muerte. Pero, para nuestro asombro, en menos de 5 minutos apareció un coche con dos lugareños muy amables que iban a trabajar y que nos dejaron en la entrada del pueblo. Y resulta que ese recorrido por el desierto con las primeras luces del día sobre los cerros es una de las cosas que jamás olvidaremos de este viaje.
BAHÍA DE LOS ÁNGELES
Bahía de los Ángeles resultó ser un pueblillo deslavazado en el que ni siquiera teníamos cobertura en el móvil, con unas cuantas casas, algún hotel y restaurantes (vacíos), todo ello frente a una preciosa bahía salpicada de islas. El tiburón ballena, principal atractivo de la zona, aún no había llegado, pero a cambio encontramos calma, paseos hasta el faro en Punta Arena, cangrejos asustadizos, frijoles fritos, cervecitas bajo un cielo lleno de estrellas’, el suave sonido del mar y ‘conciertos’ improvisados de mariachis lugareños.
EN COCHE RUMBO AL SUR
Está visto que en México las cosas son como son y no necesariamente como uno las había planeado… El caso es que volvimos a hacer autoestop hasta la carretera para esperar al bus a La Paz. Y allí estábamos plantados cuando apareció un señor en coche que iba hasta los cabos y se ofreció a llevarnos para que así le hiciéramos compañía. Nos dio buen punto y le dijimos que bueno, que al menos nos podía acercar un poco. Resultó llamarse Sergio Andrade, era de Tecate e iba al sur porque le habían ofrecido un trabajo allí, era mecánico de motores diésel y hacía coches de carreras. Al final pactamos compartir los gastos de gasolina y conducir a turnos, le invitamos a comer por el camino, en Guerrero Negro, y fuimos con él hasta La Paz. Fueron más de catorce horitas de viaje, entre paisajes alucinantes, paradas de descanso junto al mar, controles militares con metralleta y todo, y conversaciones en las que hablamos de lo divino y lo humano. Aunque acabamos agotados, nos gastamos mucho menos de lo que nos habría costado ir en bus y fue una experiencia diferente y muy divertida.
LA PAZ
Llegamos de madrugada, cansados, catarrosos… Pero la ciudad nos conquistó en cuanto empezó el nuevo día. Amplia, con un malecón precioso salpicado de playas en pleno centro, La Paz resulta turística sin llegar al exceso. Tiene ese encanto de los lugares especiales, acogedores y con secretos alucinantes a la vuelta de la esquina, como la preciosísima y enorme playa del Tecolote o la cala salvaje de la Balandra, rodeadas de cáctus y desierto y nada más. La zona nos gustó tanto que decidimos quedarnos dos días más. Así pudimos alternar los paseos por la ciudad para disfrutar de sus playas y museos con escapadas a la zona de los cabos, hacia el sur. Fuimos a Todos Santos (un lugareño casi nos desanima, pero caminamos hasta la playa de La Poza y la tuvimos toda para nosotros solitos) y a Cabo San José (un pueblillo centrado en la artesanía con una gran playa de olas imponentes y un montón de hoteles… vacíos). El martes 7 de junio salíamos de Baja California en barco rumbo al este, hacia Mazatlán, al otro lado del mar de Cortés.