8-18 de junio
MAZATLÁN
Tras dormir como bebés en el ferry, desayunamos chilaquiles y frijoles (con café, eso sí) y desembarcamos en Mazatlán, en el estado de Sinaloa. Ya en el paseo hacia el centro en busca de hostal barato fuimos descubriendo este pueblo pintoresco con plazuelas, iglesias y casas señoriales con nombres de familias españolas. Y, durante los dos días siguientes, pudimos recorrer sus larguísimas playas que unen la zona vieja, mexicana y acogedora, donde nosotros nos alojábamos, con la llamada Zona Dorada, una especie de muro de hoteles y resorts que casi impedían el acceso a la arena o a la carretera. Nos replegamos en nuestro reducto antiguo (además, en el otro lado había medusas) y desde allí hicimos una escapada en barca a la Isla de la Piedra (en realidad, una península frente al muelle viejo), con una playa casi virgen y un mar tranquilo y cálido perfecto para nadar.
PUERTO VALLARTA
Pasamos la noche de 10 al 11 en el bus a la famosa Puerto Vallarta, nidito de amor de Elisabeth Taylor y Richard Burton. De nuevo, eran dos ciudades en una: el centro y la Zona Romántica por un lado y los mega hoteles por otro. La parte mexicana era preciosa, cuidada y llena de casitas blancas con flores, calles que se empinaban hacia las colinas verdes, una islita llena de vegetación en el río Cuale… Pasamos el día viendo galerías de arte y artesanía, aprendiendo qué eran las chaquiras, las catrinas y las calacas del día de difuntos, y cuando el calor apretó huímos al extremo sur de la Playa de los Muertos, donde por fin encontramos un hueco más allá de los cientos de sillas y mesas de los bares playeros. El mar tenía carácter y las olas nos dieron unos cuantos revolcones, pero no nos importó porque era nuestra despedida de la costa. El siguiente tramo del viaje nos llevaba hacia el interior de México, al estado de Jalisco.
GUADALAJARA
Nos había pasado con algún edificio y alguna iglesia en Mazatlán, pero Guadalajara fue la primera ciudad que nos recordó completamente a España. Por su distribución en plazas con quioscos, sus avenidas arboladas, las fuentes y los soportales, las familias de paseo el domingo por la tarde y los puestos callejeros abiertos hasta última hora. Nos gustó muchísimo y nos resultó mucho más acogedora de lo que habíamos pensado, teniendo en cuenta su más de un millón de habitantes. Comimos tacos dorados y blanditos y birria de chivo (en México se come realmente bien) y el día 14 cogimos de nuevo las mochilas para ir a Morelia.
MORELIA
Más pequeña y coqueta, pero realmente preciosa, la michoacana Morelia nos sorprendió por su ambiente cultural y estudiantil. Esconde iglesias sencillas y barrocas hasta el extremo, con santos extrañísimos que no habíamos visto nunca, un acueducto, un callejón con versos en las paredes, plazas llenas de bancos donde descansar a la sombra, una biblioteca en un antiguo convento, centros culturales (vimos una expo muy curiosa de viñetas estadounidenses sobre la revolución mexicana) y un montón de edificios impresionantes. Estuvimos dos noches alojados en un hotel muy cutre (digamos que de visita rápida…) pero muy barato, así que decidimos gastarnos la diferencia en comer (enchiladas y tostadas de ceviche y tiras de pescado y bravas al estilo mexicano y un delicioooso gaspacho de frutas con picante y queso), beber cervezas 2×1 y hasta en ir al cine.
PÁTZCUARO
Tras las dos ciudades de piedra, volvimos a las casitas blancas en Pátzcuaro, donde aterrizamos el día 16 de junio. Y es que los edificios de adobe de este precioso pueblecito, cabecera de los once pueblos purepechas que rodean el lago, están todos pintados en blanco y rojo, lo que le da un encanto especial. Hasta los carteles de las tiendas, los hoteles y los restaurantes siguen el mismo diseño de letras negras con la inicial en rojo. Es un lugar pequeño, muy tranquilo y manejable, así que nos dedicamos a dejar pasar el tiempo paseando por sus dos plazas, la Chica y la Grande, y por las calles que las rodean, asomándonos a iglesias, casas con preciosos patios interiores y mercados laberínticos con delicias culinarias y artesanías de todos los colores. Además, nos fuimos de excursión a un par de pueblos del lago: Tzintzuntzan, para ver ruinas de templos purépechas, y Quiroga, donde probamos las deliciosas carnitas.
El penúltimo día, Pátzcuaro nos sorprendió con la única experiencia violenta que hemos visto en México y que curiosamente sucedió en el lugar más apacible de todos los que habíamos visitado. Justo al atardecer, dos coches ardieron hasta calcinarse en las dos plazas de la ciudad, sin que entendiéramos por qué alguien hacía algo así en un sitio tan agradable. «Los hombres malos lo hacen para avisar, para decir que algo malo va a pasar», nos medio explicó el amable dueño de un puesto callejero, como disculpándose, antes de aconsejarnos que nos fuésemos al hotel. Las calles quedaron desiertas, los portones se cerraron y nadie acudió a apagar las llamas, rojas y amarillas, que humeaban en el silencio absoluto. «No lo apagan por miedo… Y toda la seguridad está en Morelia, por la inauguración del Mundial de Fútbol sub 17», nos dijo un jovenzuelo twittero mientras buscábamos noticias en la red y leíamos las quejas y juramentos de los michoacanos ante situaciones como esta, «otra vez». Para nosotros, aquello ni es Pátzcuaro, ni es México, pero es algo que pasó y había que contarlo. Ójala algún día este país maravilloso pueda vivir sin que la corrupción política, el narcotráfico y la delincuencia se alíen contra él y sus encantadores habitantes, que no lo merecen en absoluto. Y que están cada vez más hartos.
Joder chicos!! Estoy llorando y no sé porque. me duele mucho que el país este así.. me pesa mucho que les haya tocado algo así.. espero no haya pasado nada más y que el viaje sea maravilloso cómo hasta ahora. Es una cruda realidad y los mexicanos cada vez lo ven menos. Suerte en lo que sigue. Gracias por compartir sus bonitos recorridos!!!
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Qué bonito post! Yo también quiero comer carnitas y nada de coches ardiendo! 🙂
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