26 octubre-2 noviembre
Que vengan a verte cuando estás tan lejos hace muchísima ilusión. Pero que alguien se cruce un océano para pasar contigo sus 7 días de vacaciones y de propina tu cumpleaños es todo un regalo 🙂 ¡Anita se vino a vernos a Brasil! Con ella disfrutamos de la mágica bahía de Parati y de toda la energía de Río de Janeiro.
PARATI
El día 27 de octubre, tras un atisbo de Río que nos dejó con las ganas, nos fuimos a Parati, que es un pueblito colonial cercano (en Brasil 5 horas de bus es cerca, sí), con un paisaje salvaje de mar y bosque. Nada más llegar paseamos por sus callejuelas empedradas entre casas blancas ocupadas por tiendas de artesanías hasta llegar al fuerte, justo sobre la bahía. Las vistas nos convencieron, así que decidimos irnos de excursión en barco a la mañana siguiente.
El capitán Marcelo nos llevó a explorar islas casi desiertas donde sólo faltaba Sawyer, hicimos snorkel con pececillos y comimos pastel de camarones. Y, como en nuestro último día en Parati amanecimos con un sol espléndido, pudimos escaparnos a Trindade y alucinar con su espectacular playa, donde la mata atlántica llega hasta la arena. El océano, temperamental e imponente, revolcaba a los surferos mientras el resto de los mortales se refrescaba entre grandes rocas redondeadas que formaban piscinas naturales. Una de esas playas inolvidables. El 29 de octubre, con fuerzas renovadas y muchísimas ganas de comernos la capital, volvimos a Río.
RÍO DE JANEIRO
Nos ha pasado varias veces en este viaje, aunque siga sorprendiéndonos: nunca es tan fiero el león como lo pintan. Pero llegar a una ciudad enorme y de violencia legendaria y al cabo de unas horas sentirte como si estuvieses tomando cañas por Madrid es algo que sólo ocurre en lugares muy especiales. Y Río lo es.
Nos guiño un ojo desde el primer recorrido en ‘ônibus’ y nos fue conquistando en cada paseo por el centro bajo la lluvia, con su catedral psicodélica y sus iglesias sencillas, sus pequeñas calles de restaurantes medio italianos y lámparas colgantes, las miles de pintadas que decoran sus paredes, sus confiterías art deco o su ‘escadaria’ cubierta de azulejos por Selarón, un artista chileno que también cayó rendido ante la Cidade Maravilhosa. Hasta tal punto llegó el flechazo que incluso las avenidas infinitas repletas de edificios cuadriculados como colmenas, los barrios de casuchas destartaladas y los callejones flanqueados de basura nos parecían bonitos de algún modo, como pequeños defectos que hacen a la ciudad (al enamorado) más real.
En las expectativas viajeras hay pocas cosas comparables a subir al Pão de Açúcar o al Corcovado y encontrarse bajo el Cristo Redentor con Río a tus pies, recorrer Copacabana de bareto en bareto, pisar la playa de Ipanema rodeado de tangas y tarareando la universal cancioncilla, admirar a los surferos que se enfrentan a las olas y las corrientes de Arpoador, irse de samba por Lapa o seguir todo el paseo marítimo una mañana de fiesta, cruzándote con todos esos afortunados que llaman a Río su hogar y que salen en masa a disfrutar de la ciudad con sus perros, sus bicis, sus patines o lo que se tercie, y la mínima ropa posible. Pero, si los tópicos se disfrutan, lo que acaba por enamorarte para siempre son los pequeños detalles, la sonrisa del vendedor de ‘biscoitos’, la conversación amable de cualquiera con el que te pares más de diez segundos, ese bar auténtico de barrio, el museo o cafetería a los que entras por casualidad, la callecita que te sorprende a la vuelta de la esquina, la plazuela decadente en la falda de un monte, bajo la favela…
Después de unos días inolvidables y tras dejar a Ana al cuidado de una encantadora taxista camino al aeropuerto, tuvimos que despedirnos también de Río. Como no podía ser de otro modo, el adiós fue agridulce y mezcló tópicos y sorpresas inesperadas. Vimos la puesta de sol en la Ponta do Arpoador, momento mítico de aplausos y brindis al atardecer, pero nosotros lo hicimos rodeados de zombis y walking-deads porque resulta que era 2 de noviembre y toda la juventud de Río se había destrozado las ropas y cubierto de pintura roja.
Y lo que iba a ser un fin de día tranquilo se convirtió en pastel de cumpleaños hora española con vela y todo, regalos bajo la almohada, caipirinhas deliciosas y celebración-despedida de cervezas y tapas brasileiras con Dani y Guillem.
El 3 de noviembre guardamos la saudade con el resto de cosas en las mochilas (que desde entonces pesan un poquito más y tienen tendencia a hablar portugués entre ellas cuando nos descuidamos) y nos subimos a un avión a Foz do Iguaçu. Teníamos por delante un vuelo con vistas inolvidables, un cruce de frontera y las cataratas más impresionantes del mundo. Argentina, última etapa de este viaje, nos esperaba con un mate calentito y parrillada para dos. ¡Casi nada, cheee!
Más fotos de Brasil en nuestro álbum de Flickr, aquí.