En tierra de nadie

Cuando viajas por poco tiempo, como hacemos casi todos en vacaciones, un avión te lleva de forma casi mágica desde un país a otro completamente diferente en cuestión de horas. Fue lo que nos ocurrió a nosotros al llegar a la India y al volar a Hanoi. Pese a los transbordos, nuestro cruce de fronteras en ambos casos se redujo a un par de embarques y unos cuantos pasillos impolutos y grises de aeropuerto. Y, de pronto, estábamos en otro mundo.
Pero cuando viajas por tierra la sensación es totalmente distinta y eso es algo que hemos descubierto en estos meses.
Hemos hecho tres cruces de frontera terrestre y en unos días nos espera otro (ya os contaremos cómo va). Los dos primeros combinaron bus y minivan y el tercero, el más curioso, lo hicimos andando por un puente.

De Vietnam a Camboya, fácil y rápido
Entre Saigon y Phnom Penh viajamos en plan organizado por agencia porque fue un paso decidido en minutos. A pesar de los problemas de timos y demás que suele haber en esta frontera (generalmente en el otro sentido, dicen, y desde hace unos días en la zona norte, con el conflicto por Preah Vihear), con el modo «tour» y por el paso de Moc Bai a Bavet la cosa fue vista y no vista. Por una carretera muy tranquila en medio de la nada, sin pueblos ni gente a la vista, el autobús nos dejó en el control de salida de Vietnam (un edificio pequeño con un solo policía aburrido), nos fueron llamando uno a uno y el bus nos recogió al salir y nos llevó a la entrada a Camboya, unos kilómetros más adelante. Aquí había otra oficina similar con polis viendo documentales de animales en la tele, a quienes fuimos entregando nuestros pasaportes ya visados según nos los daba el guía (en el bus nos habían recogido el dinero para pagar la visa, redondeando hacia arriba, claro). A continuación volvimos al bus, que siguió hacia Phnom Penh como si no hubiera pasado nada.

De Camboya a Tailandia, surrealismo a las 7 de la mañana
El segundo cruce fue ya menos asistido, aunque también teníamos apañado el transporte completo desde Siem Reap a Bangkok. Un bus que se caía a pedazos, que salió casi dos horas tarde (a las tres y pico de la mañana) y con ‘overbooking’ (hubo quien viajó con las mercancías y el pescado) nos llevó en plan refugiados hasta el paso de Poipet-Aranya Prathet. Allí esperamos parados hasta que abrió la frontera, a las 7 en punto de la mañana. Mientras los extranjeros hacíamos fila frente a las ventanillas de salida de Vietnam, a nuestro alrededor aquello era un trasiego de gente local que cruzaba andando la frontera, empujando carritos de verduras y carne o con pinta de venir de una noche de juerga al otro lado. Muchos iban en uniforme de trabajo (como grupos de camareras o recepcionistas con faldas cortas y zapatos a juego), había algunas madres con niños pero la mayoría solas y hasta con zapatillas de estar en casa. Por fin pasamos a esa extraña tierra de nadie que titula este post, ese espacio raro entre un país y otro, que en este caso tenía tiendas que se anunciaban como ‘dutty free’, puestos callejeros de comida (no sabemos si también ‘dutty free’) y hasta un hotel y un casino, todo en unos cuantos metros. Para ponerle la guinda al surrealismo, nada más cruzar a Tailandia acreditándonos en otra ventanilla con webcam de esas que te hacen foto (presente en todas las fronteras), de pronto dieron las 8 y sonó el himno nacional tailandés a todo volumen. Y todas y cada una de las personas que un segundo antes andaban atareadas acarreando bultos o niños y apresurándose de camino al curro se quedaron paradas escuchando con respeto hasta que terminó el himno y se pusieron de nuevo en movimiento, sin más, como en un ‘flashmob’ organizado. A partir de ahí, nuestro viaje siguió en minivan hasta Bangkok, a donde llegamos cuatro horas más tarde.

De Tailandia a Myanmar, un puente que vale por quince días
Como habíamos entrado en Tailandia por tierra, un bonito sello en nuestro pasaporte nos dejaba estar en el país sólo hasta el 20 de febrero. Habíamos pasado doce días por el norte pero queríamos ver el sur, así que teníamos que conseguir más tiempo. Para lograrlo, lo único que hay que hacer es salir de Tailandia y volver a entrar, pero nadie dice por dónde, cómo, ni durante cuánto tiempo. Así que, hecha la ley, hecha la trampa… consentida por las autoridades, claro. Tras la estancia maravillosa en Pai que contamos aquí, cogimos un par de buses locales a Chiang Rai, desde donde organizamos por nuestra cuenta la salida al cercano Myanmar. El asunto es que la frontera norte entre Mae Sai y Tachileik ofrece la curiosa posibilidad de entrar a Myanmar sin ir mucho más allá del pueblo fronterizo (unos kilómetros) con la peregrina excusa de hacer compras. No necesitas visado ni nada, con el pasaporte y 500 baths (10 dólares) te dan 14 días de estancia en Tachileik y alrededores. La cosa no tendría mucho sentido (ni aceptación, sospechamos) si no fuese porque esa salida como a medias ya cuenta para el Gobierno tailandés, que a la vuelta te da otros quince días de estancia. Curioso, ¿verdad? Ni hecho a posta para viajeros como nosotros… Ejem.
El caso es que lo único que tuvimos que hacer fue subir un poco más al norte de lo previsto, hasta Chiang Rai. Allí hicimos noche y pillamos un bus local a primera hora (precioso, con ventiladores de colores y techo de espejo…) que entre traqueteos nos llevó a la estación de Mae Sai. Desde ahí nos subimos a un ‘sorng taa ou’, un camioncillo compartido con otros muchos lugareños, que nos dejó en el pueblo.
Mae Sai es poco más que una calle larga repleta de puestos que venden de todo (desde comida hasta electrónica) y que termina en la frontera. Así que, caminando entre las tiendillas, llegas al primer control, haces la salida oficial de Tailandia con el correspondiente sello del poli tailandés y atraviesas un puente que cruza el río Mae Nam Sai, frontera natural entre los dos países. Al otro lado del puente entras en un cuartito que pone «foreigners» y entregas tu pasaporte y los 500 baths por cabeza. Te sientan en una silla frente al ordenador, te hacen una foto y te dan un pasaporte como de mentirijillas impreso allí mismo con tu imagen típica de webcam de esas en las que sales estupendo… El poli myanmarense te pregunta con sonrisilla cómplice si «shopping» y tú dices «yes yes» muy convencido y te manda para fuera. ¡Pues ya estás en Myanmar, así que hala, de ‘shopping’!

No te resultará difícil porque el otro lado de la frontera está ocupado al completo por un gran mercadillo donde lo primero que te ofrecen es un tuk-tuk (para ir a dónde, nos preguntamos…) y luego tabaco, Viagra y pelis porno, por ese orden. Sorteadas las primeras gangas, nos adentramos en el laberinto de puestos donde había copias chungas de iphones e ipads a 40 y 100 euros, respectivamente, además de toneladas de ropa y gafas de marca, cámaras de fotos, comida de todo tipo, remedios naturales y amuletos… Tras un rato curioseando, volvimos al puente. Entregando los pasaportes de juguete en un cuartito justo frente al otro, nos devolvieron los nuestros de verdad. Cruzamos el río y llegamos al control de entrada tailandés, donde tras rellenar la ya familiar tarjeta de entrada conseguimos un nuevo y flamante sello en el pasaporte en el que pone «4 MARCH» y que nos permite quedarnos otros 15 días dando guerra por aquí. No nos harán falta tantos porque a primeros de mes estaremos cruzando otra tierra de nadie, esta vez la que separa Tailandia de Malasia, camino a Kuala Lumpur y a nuestro vuelo a Bali.

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